Vía: El blog de Calero
Pocos, salvo los majoreros, saben en el Parlamento canario quién es el pájaro moro y dónde vive , desconocen que pasa la mayor parte de la vida en terrenos pedregosos y desérticos, entre el silencio del olvido y el vuelo libre que comparte con la calandria en los llanos interminables , llanos como el del Esquinzo, que visité junto a María Rosa Alonso, que el próximo mes cumplirá cien años.El pájaro moro tiene un bello plumaje y un pico de granívoro entre amarillo intenso y un rojo coral, el píleo es pardo y el obispillo es de tonalidad rosácea como el resto del plumaje. Quien lo conoce sería incapaz de descatalogarlo, porque sería un error que en las escuelas canarias los niños no lleguen a conocerlo . Tiene apariencia robusta y resuelta, cuando emite sonidos parece que lleva en la siringe una trompeta con sordina; entre los naturales de Fuerteventura es conocido también por el apodo de pispo, convive con el canto de otras aves únicas como la tarabilla canaria, que es el pájaro estallón del que me habla mi querida tía Encarna Calero, que vive en Casillas del Ángel, al pie de las montañas de Tao, la Atalaya y la montaña del Campo, aún lejos de la mirada de los especuladores que quieren matar el paisaje de millones de años, con las palas mecánicas de la ignorancia. No sólo cría en el Archipiélago, también está en el norte africano, en tierras mediterráneas , en Pakistán y en la India. El pájaro moro está mosqueado, y hablo de buena tinta, porque otras criaturas bellas como él no tienen voz en el parlamento, porque su canto es inefable para el lenguaje político, como lo es el guaña-guaña de la pardela cenicienta que vuela en la barriga de las olas sin saber qué va a ser de ellas y de la avifauna de Canarias, si el Parlamento canario hace oídos sordos a su lastimera conversación nocturna, víctima de leyes diseñadas por hombres que jamás pisan más allá del asfalto o del cemento de las aceras. El mundo de las aves en las islas es una puerta espléndida para adentrarse en las joyas que, a trompicones, todavía se conservan gracias a los gestos utópicos de quienes ven la naturaleza no como un objeto alejado del hombre, sino como una extensión de nuestra propia razón de ser.