Elena Amavizca
El Parlamento de Canarias acaba de aprobar una ley que rebaja la protección al 50% de las especies en peligro de conservación de la comunidad autónoma. Los políticos lo han hecho además, según la comunidad científica del archipiélago, sin ningún informe con rigor técnico que lo justifique, y peor aun sin ni siquiera haber preguntado y haber tenido en cuenta la opinión de quienes más saben de biología de la conservación.
Lo normal, lo razonable, lo lógico hubiera sido preguntar a los expertos. Pero no lo han hecho y los científicos no ajenos a ello, lo han denunciado por activa y por pasiva. En un momento en el que es más extendida y aceptada la idea de la ciencia como motor del cambio hacia la sociedad del conocimiento, los parlamentarios que apoyaron su aprobación parece que prefieren poner en valor el analfabetismo en las ciencias de la vida.
De las 449 especies incluidas en el Real Decreto por el que se aprobó en 2001 el Catálogo de Especies Amenazadas de Canarias, en la nueva normativa, sólo 360 forman parte de la lista a proteger. De ellas, un total de 171 sólo serán avaladas en espacios protegidos, no fuera de ellos. Del resto, 83 especies se catalogan en peligro; 77 especies son vulnerables; y 29 especies aparecen como Protección Especial. Todas las categorías presentan una reducción con respecto al Real Decreto.
Hace unos días, el comité de empresa de la Consejería de Medio Ambiente y Ordenación Territorial del Gobierno de Canarias hizo público un comunicado en la que los técnicos del Servicio de Biodiversidad aseguran que no han participado en la redacción, modificación, asesoramiento o valoración de los contenidos de la Ley del nuevo Catálogo Canario de Especies Protegida. Los trabajadores salían así al paso de unas declaraciones del consejero, Domingo Berriel, quien insistió en que los 17 biólogos adscritos a este servicio habían aportado sus conocimientos técnicos y que el resto de la comunidad científica los despreciaba. Pero, ¿en qué quedamos?
Lo normal, lo razonable, lo lógico hubiera sido preguntar a los expertos. Pero no lo han hecho y los científicos no ajenos a ello, lo han denunciado por activa y por pasiva. En un momento en el que es más extendida y aceptada la idea de la ciencia como motor del cambio hacia la sociedad del conocimiento, los parlamentarios que apoyaron su aprobación parece que prefieren poner en valor el analfabetismo en las ciencias de la vida.
De las 449 especies incluidas en el Real Decreto por el que se aprobó en 2001 el Catálogo de Especies Amenazadas de Canarias, en la nueva normativa, sólo 360 forman parte de la lista a proteger. De ellas, un total de 171 sólo serán avaladas en espacios protegidos, no fuera de ellos. Del resto, 83 especies se catalogan en peligro; 77 especies son vulnerables; y 29 especies aparecen como Protección Especial. Todas las categorías presentan una reducción con respecto al Real Decreto.
Hace unos días, el comité de empresa de la Consejería de Medio Ambiente y Ordenación Territorial del Gobierno de Canarias hizo público un comunicado en la que los técnicos del Servicio de Biodiversidad aseguran que no han participado en la redacción, modificación, asesoramiento o valoración de los contenidos de la Ley del nuevo Catálogo Canario de Especies Protegida. Los trabajadores salían así al paso de unas declaraciones del consejero, Domingo Berriel, quien insistió en que los 17 biólogos adscritos a este servicio habían aportado sus conocimientos técnicos y que el resto de la comunidad científica los despreciaba. Pero, ¿en qué quedamos?
Fueron científicos los primeros turistas europeos que llegaron a las Islas Canarias. No lo hicieron atraídos por las horas de sol y arena o la posibilidad de tomar birras sin parar mientras celebran los goles de la liga de futbol inglesa o las carreras de Fórmula 1, sentados en la terraza de cualquier hotel. Fueron grandes naturalistas, geólogos, botánicos, zoólogos… Estos viajeros plasmaron sus impresiones en distintas obras que vieron la luz a lo largo del siglo XIX y primeros años del XX impresionados por la riqueza natural del archipiélago.
El británico Charles Lyell, uno de los fundadores de la geología moderna, y el naturalista, geógrafo y explorador alemán, Alexander von Humboldt fueron dos nombres excepcionales que se fijaron en Canarias. Los franceses Sabin Berthelot, Charles –Joseph Proust y Louis Pitard; el sueco, Eric R. Sventenius o el actual director del jardín Botánico Viera y Clavijo, el británico, David Bramwell. Sabios que han sabido ver como nadie donde se encuentra la riqueza en Canarias. La lista sigue y sigue.
Hasta Darwin, soñaba con llegar a las islas y se tuvo que conformar con observar el Teide desde el Beagle, entre Gran Canaria y Tenerife. Muchos expertos aseguran que el británico, si no hubiese sido por la amenaza de cólera en Europa, que le impidió desembarcar en la isla del Teide, hubiese encontrado suficientes argumentos para asentar las bases de su teoría de la evolución de las especies, fijándose en la variedad de lagartos y su adaptación en cada isla o en la increíble variedad de los bejeques y veroles, del género Aenium.
Con este panorama, se me ocurre dibujar una balanza. En un lado, declaraciones como la del reciente Media for Sciencie Forum: La ciencia constituye la más importante contribución histórica de Europa a la civilización moderna.
Hoy además es el soporte más sólido con el que cuenta la humanidad para mejorar el bienestar de los ciudadanos, afrontar los retos del cambio climático y hacer posibles nuevas metas para el desarrollo de los pueblos. En el otro lado, la construcción de grandes infraestructuras, por ejemplo, el Puerto de Granadilla, en Tenerife. En 2009, el Tribunal Superior de Justicia de Canarias suspendió la decisión del Gobierno de desproteger parte de los sebadales (Cymodocea nodosa) que allí se encuentran. La decisión supuso la paralización de las obras de construcción del mismo por el daño irreversible al ecosistema marino. Ahora, con la nueva Ley el Gobierno ha descatalogado estos sebadales. Vía libre al cemento.